Lo que esconden las palabras
por Miguel Ángel Mendo (c) 2013· Reflexiones y ocurrencias sobre el idioma (español)
13/7/25
Velahí
3/4/23
Género femenino arquetípico
Un idioma será más rico a la hora de facilitar el desarrollo de ideas filosóficas, es decir, de comprender y explicar el mundo, en tanto en cuanto disponga de un mayor número de vocablos capaces, no solo de definir objetos y de narrar y dar detalle de acontecimientos concretos, sino de producir ideas generalizadoras, globalizadoras, conceptos con un más elevado nivel de abstracción, muy por encima de la acción. En español, la palabra ‘belleza’ expresa una cualidad perceptiva (por lo tanto un sentimiento) acerca de algo que nos resulta agradable de ver, fundamentalmente. En ese ‘nos’ de la frase anterior está la clave de la trascendencia que perseguimos los humanos para intentar pensar, en sentido filosófico. Para el diccionario de la RAE, trascender, en su cuarta acepción, significa “estar o ir más allá de algo”. Es decir, necesitamos trascender nuestra subjetividad, ir más allá de lo que percibimos como individuos, tratar de entender y de explicar qué sucede a nivel colectivo, y más allá de los límites del espacio y el tiempo en el que están sucediendo las cosas. Necesitamos establecer juicios globales, reflexiones que puedan comprender y explicar la realidad más allá de nuestra visión subjetiva. El propio Diccionario de la RAE, en la sexta acepción, lo explica claramente, citando a Kant. Trascender: “6. En el sistema kantiano, traspasar los límites de la experiencia posible.”
Para ello son precisos los poetas, los filósofos, los literatos. Hay que seguir “creando” conceptos. Los idiomas están vivos, y son como redes de conceptos que superponemos a la realidad, mapas que intentan describir el inconmensurable territorio del Universo, más detallados cuanto más afinadas sean nuestras percepciones y nuestra sensibilidad. Así un día se llegarán a levantar mapas de emociones, de cualidades y de atributos y de estados del alma...
Por eso es absolutamente necesario disponer de esas herramientas generalistas, de esas palabras que tratan de darle nombre a las abstracciones, sin las cuales son imposibles las más básicas reflexiones acerca de la realidad. Si se han dicho y escrito, y si aún se deberán escribir tantas cosas sobre lo que es bello o no bello, más allá de las emociones individuales que produzcan un rostro, un paisaje o un objeto, es porque desde siempre los humanos hemos intentado trascender la experiencia particular posible. Siempre hemos ansiado establecer reflexiones que intenten definir la experiencia global o las características que posee lo bello más allá de las valoraciones personales, para ampliar el conocimiento acumulado acerca de ese concepto abstracto y sensible que denominamos ‘belleza’. Que, por cierto, ha nacido en un momento determinado de nuestra historia, y cuyo significante ha sufrido modificaciones a lo largo de los siglos hasta llegar a su forma actual.
Palabras más que definitorias
Han de ser palabras que, como hemos dicho, tengan la intención de contener no solo la enunciación o nominación consensuada de algún objeto del mundo que nos rodea —por ejemplo árbol, o mesa—, o de una acción —por ejemplo agarrar, dormir—, requisitos básicos e ineludibles para la conformación de un idioma, sino la expresión de una emoción, un sentimiento o una valoración con pretensiones de que sean asumidas por la colectividad de los hablantes, aunque, por ello mismo, por la dificultad que conlleva una tarea así, su significado profundo necesite e incluso exija ser permanentemente cuestionado. Ni la belleza, ni la justicia, ni siquiera la velocidad como concepto pueden definirse aún desde una supuesta e imposible objetividad.
Ya hace mucho que me sorprendió —viendo una película japonesa con subtítulos en español— el hecho de que, al parecer, todos los idiomas del mundo poseen un vocabulario capaz de expresar una mayoría de conceptos similares —lo que me permitía entender la trama de la película japonesa—. Se apenan o se preocupan en lo fundamental por los mismos problemas, se alegran por las mismas emociones..., independientemente de que en otros ámbitos específicos de su cultura, seguramente también importantes, que la antropología diferencial trata de estudiar, dispongan de valores y tradiciones muy diferentes. Sin embargo, por más coincidencias que existan, hay que afirmar taxativamente que en ningún idioma, o incluso en ninguno de los diferentes dialectos de un idioma, hay conceptos que puedan expresar exactamente lo mismo. En cada lengua, la etimología de cada palabra, su composición semántica, los sonidos de los fonemas que la componen, etc... expresan una inmensa variedad de matices diferentes. Y también hay idiomas que destacan un tipo de belleza u otra, o manifestaciones de la belleza que se recogen en un idioma pero no en otros (1). Por eso es tan importante que no desaparezca ninguno, porque con cada idioma que se extingue se pierden también infinidad de formas de percibir y de sentir el mundo. Pero además, y por último, ni siquiera la misma palabra del mismo idioma significa exactamente lo mismo para cada usuario de ese idioma. Las palabras no son ni podrán conformar nunca enunciados objetivos, como quería el primer Wittgenstein, intentando que solo pudiesen expresarse oraciones semánticamente biunívocas, como si fuesen ecuaciones matemáticas.
Pues bien, en el siguiente artículo pretendo aproximarme a demostrar que esta categoría de vocablos capaces de trascender los géneros tradicionales y la acción en el espacio-tiempo, esta categoría que ansía alcanzar lo arquetípico (e ir acercándose al nivel de lo arcánico), es originariamente de un especial género femenino, género que debería tener un nombre. ¿Género femenino esencial? ¿Género femenino arquetípico? Es curioso que, por ejemplo en inglés, este tipo de términos globales, además de no poseer género, ni siquiera necesitan de artículo determinado: Beauty is subjective. La belleza es subjetiva. Literalmente: Belleza es subjetiva. Con ello se le da más importancia a la amplitud del concepto, y se hace honor a la idea de que estamos ante una clase de palabras que, como en español, rechazan por principio ser indeterminadas (¿una belleza?) por representar abstracciones, pero que además en inglés, para no perder su carácter universal, tampoco pueden llevar artículo determinado (The beauty... of Salomé sería ya UN tipo de belleza particular). Lo cual manifiesta que pertenecen a la categoría del máximo nivel de abstracción. Al Olimpo (2) de las palabras, como me gusta decir.
(1) Recuerdo a mi amigo Jesús Aparicio, cuando, entusiasmado, descubrió que había una expresión en griego clásico para nombrar “la belleza en cuanto a los brazos”. No puedo repetir la expresión porque la olvidé y, desgraciadamente, nunca he estudiado griego clásico.
15/3/23
(1) Sobre lenguaje y sexismo
Así, yendo a la cuestión, me atrevo a plantear que quizá la tan discutida norma de que en español, “en los sustantivos que designan seres animados, el masculino gramatical no solo se emplea para referirse a los individuos de sexo masculino, sino también para designar la clase, esto es, a todos los individuos de la especie, sin distinción de sexos” [2], puede que tenga su razón de ser dentro de la estructura interna de nuestra lengua, más allá de la influencia o imposición de una lógica, una moral y una estética patriarcal que, indudablemente, han existido y aún existen en nuestra sociedad, pero en todo caso incapaz de alterar de un modo tan radical cualquiera de sus fundamentos estructurales.
Veámoslo.
Y el tema del género, en nuestra lengua, pertenece a esa categoría de elemento sistémico fundamental. Tomo cualquier noticia del diario El País de hoy (“La reforma sanitaria de Obama llega al Tribunal Supremo”), y extraigo un fragmento al azar: “El sistema propuesto por Obama descansa en el principio de que los sanos comparten gastos con los enfermos ante la probabilidad altísima de que los primeros también necesitarán algún día asistencia sanitaria.” Está claro que sería totalmente inoperante, farragoso, absurdo, y sobre todo impracticable, tener que definir los géneros de todos los términos actuantes en un nivel de abstracción en el que todavía no se necesita particularizar.
No sé si esta ley (que planteo como hipótesis) puede ser aplicada a otros idiomas, o incluso, en sus orígenes, al lenguaje hablado en general (el problema me supera y me produce vértigo), pero en español se puede observar en un altamente significativo número de casos. Es muy visible con respecto al femenino como asunción de la categoría abstracta superior.
Incluye prácticamente todas las Ciencias clásicas y no tan clásicas, así como sus múltiples ramas: la física (la mecánica, la termodinámica, la f. cuántica, la astronomía…), la biología (la citología, la histología, la anatomía, la bioquímica, la fisiología…), la filosofía (la lógica, la ética, la estética, la metafísica…), la retórica, la geografía, la matemática, la química, la medicina, la geología, la antropología, la economía… Hasta las más modernas: la numismática, la egiptología, la estadística, la epistemología, la genética, la informática… Y entre ellas, sin excepción, aquellas conformadas por sufijos del tipo: -METRÍA, -LOGÍA, -GRAFÍA, -LATRÍA, -TROPÍA, -SOFÍA, -NOMÍA…
Las Artes: la poesía o la poética, la música, la pintura, la arquitectura, la literatura, la escultura, la dramática o dramaturgia (el teatro es el lugar donde se desarrolla), la retórica, la fotografía, la cinematografía…
Instituciones políticas y sociales: la administración, la organización, la educación (la instrucción, la enseñanza, la tutoría, la didáctica, la pedagogía, la docencia, la divulgación…), la cultura, la sanidad, la universidad, la banca, la religión, la legislación, la judicatura, la policía, la milicia…
Formas de gobierno: la aristocracia, la monarquía, la república, la teocracia, la tiranía, la anarquía, la oligarquía, la democracia…
Emociones humanas, categorías de estados, de cualidades y sentimientos arquetípicos, de potencialidades…, (incluidos los clásicos pecados y las virtudes: la envidia, la lujuria, la ira… la prudencia, la justicia, la templanza…), la tristeza, la paciencia, la angustia, la esperanza, la melancolía, la fe, la vergüenza, la disciplina, la apatía, la serenidad, la camaradería…, conceptos globalizadores conformados por:
Esto es sólo ateniéndonos a la formación de sustantivos femeninos mediante los sufijos que hemos visto y otros que aún no he rastreado. Pero hay toda una inmensa nube de términos dispersa a lo largo y ancho del diccionario que poseen ese grado de abstracción y que no necesitan este tipo de desinencias adaptativas: la fe, la luz, la guerra, la paz, la vida, la muerte, la salud, la calma, la fuerza...
En fin, sería interminable. Pero todas ellas con esa característica común de constituir globalidades, estamentos, ámbitos, estados, elementos contenedores, amplificados o seriados, y de forma abstracta, impersonal, no particularizada.
aeronáutica, agricultura, apicultura, arquitectura, artes gráficas, astrología, biología (biología, botánica, zoología), cantería, carpintería, caza (caza, cetrería), cinematografía, construcción, deportes (equitación, esgrima), derecho, dibujo, economía, escultura, farmacia, filosofía, física (astronomía, electricidad/electrónica, óptica), fortificación, fotografía, geología (geología, mineralogía), heráldica, informática, lingüística (fonética/fonología, gramática), literatura (literatura, métrica), lógica, marina, matemáticas (matemáticas, geometría), medicina (anatomía, cirugía, fisiología, psicología/psiquiatría), metalurgia, meteorología, milicia (milicia, artillería), minería, mitología, música, pintura, química, radiodifusión, tauromaquia, televisión, teología, topografía, veterinaria.Pues bien, excepto tres (deportes, derecho y dibujo), las 63 categorías restantes son del género femenino. Deportes es un mero listado de competiciones deportivas (supongo que hubo académicos que practicaban apasionadamente equitación y esgrima), sin significar una real conceptualización. Y en realidad derecho podría o debería quizá ser sustituido por justicia, jurisprudencia o legislación. Y dibujo por gráfica o ilustración, que son más genéricas.
Se percibe muy bien esta diferencia cuando estudiamos casos en que disponemos de las dos variantes, la masculina y la femenina. Por ejemplo:
el poblamiento – la población
el recibimiento – la recepción
el profanamiento – la profanación
Donde más claramente se comprueba es en:
el (a)justiciamiento – la justicia
¿Pero qué decir de otros lemas aparentemente autónomos y sin formas categóricas superiores que aparecen en masculino, como por ejemplo el pensamiento? No tenemos en castellano una palabra femenina para el concepto prototípico contenedor del ‘pensar’. Así y todo, ‘el pensamiento’, aunque también se utilice corrientemente como representación autónoma e impersonal de la idea, (como en “el pensamiento occidental”), mantiene en su sonido las características subjetivas y contingentes, las connotaciones de dinamismo que evoca el sufijo -miento. El francés sí tiene ese nombre abstracto femenino (la pensée), y rebuscando, he encontrado que en sefardí ‘el pensamiento’ se dice la pensada: “Sus ovras orientaron la evolusion de la pensada en el Oksidente” (hablando de Avisena, Farabi, Averroes y otros filósofos) [4]. Luego, es más que probable que en castellano antiguo se utilizase también la pensada, aunque no sabemos por qué ha desaparecido.
(continúa en la entrada siguiente)
[4] http://www.esefarad.com/?p=20080
14/3/23
(y 2) Sobre lenguaje y sexismo
Buscando el error. (Ay, amor)
Utilizando el método matemático de rastrear y localizar el error a la hora de aplicar la hipótesis, para rechazarla, he buscado someramente algunos casos especialmente llamativos. La tarea sería casi infinita.* Pero me ha traído loco (especialmente) la palabra amor, término masculino, pues por más vueltas que le daba no encontraba uno de nivel superior en femenino. Los sustantivos terminados en -OR, A (ni más ni menos que 2.446) no tienen mayor problema: son la mayoría flexivos (con masculino y femenino), de nombres de actor o instrumento: el comprador, el tractor, la desgranadora… O de cualidad, desde adjetivos: el amargor… Más complicadas me parecían aquellas pocas que no tienen la posibilidad de declinarse en femenino: el dolor, el valor, el candor, el color…, pero todas las que estudié pude comprobar que tienen su correspondiente grado superior en femenino: la dolencia, la valía, la candidez, la coloración… Algunas de ellas, incluso, poseen los dos géneros sin necesidad de añadir ninguna desinencia: la color, la calor (términos que quizá quieren directamente aportar, o que antiguamente aportaban mayor amplitud al concepto [2]). Pero amar, una idea tan noble, tan importante, tan elevada, ¿cómo no disponía de un concepto primordial en femenino? ¿El masculino el amor era el término de mayor nivel evolutivo y arquetípico? La amabilidad no me servía, porque se relaciona con amable; las artes amatorias tampoco, pues son dos palabras. Tuve que recurrir a la imaginación y escribir en un papel las supuestas formas lógicas (¿regulares, podríamos decir?) para ver si existían en el diccionario. Amar – la amancia, la amalía, la amación… ¡Eureka! Amación sí existe: “f. En mística, pasión amorosa.” Y su definición concuerda tanto con mi hipótesis que ha sido relegada a la inalcanzable mística. [1]
Pero 'amación' parece estar aún muy ligada a la acción, aunque sea dándole una cualidad mística. Por eso he llegado a la conclusión de que 'amor' sería sencillamente femenino en su origen, al igual que "la calor" o "la color" (antiguamente se decían así ), pues comparten esa fisonomía y por lo tanto esas posibles transformaciones. O "el dolor", "el candor", "el rubor"... que se intuye que pudieron ser antiguamente femeninas (habría que buscarlo). De hecho en portugués el dolor es "a dor", en femenino.
Otros falsos términos genéricos en masculino
En cuanto a el patinaje, el reglaje, el marcaje, el taquillaje y los masculinos terminados en -AJE (más de 250), a pesar de que casi todos son nombres de conjunto (el correaje, el andamiaje…), o de atributos (el almacenaje, el pontaje…), o de lugar (el pasaje, el alunizaje, el paisaje…), algunos pueden llevarnos a equívocos, pues sin ser arquetípicos sino procesales, se utilizan como genéricos del máximo nivel: el aprendizaje, el caudillaje, el vasallaje... Los que provienen del francés (garaje, espionaje, coraje, paisaje…, aunque el dato no tiene nada de descalificador para este estudio), aún me parece más evidente su poca consistencia como conceptos abstractos, o al menos al nivel de sus correspondientes femeninos. Son términos en gran medida instrumentales que por lo general destilan temporalidad, instantaneidad incluso. El más abstracto que he visto, el oleaje, el DUE cita así los verbos que lo rigen: “(«Haber, Levantarse, Moverse») m. Movimiento de la superficie del agua con formación de olas.” Además resulta que sí existe una correspondencia de mayor abstracción en femenino: la oleada.
Luego, los terminados en -ISMO, como el costumbrismo o el amiguismo, dice el diccionario que son “de adhesión a doctrina o partido”: el abolicionismo, el comunismo, el franquismo…, y otros de actitud: el fatalismo, el pesimismo, el pacifismo…, pero a mí me parecen que son todos de adhesión a ese tipo de doctrinas que llamamos convicciones prejuiciosas inquebrantables (a la fatalidad, a la negatividad…). Mejor le iría al mundo si no hubiera muchas palabras de este tipo. El problema es que el DUE contabiliza ¡ni más ni menos que 897!
Los sufijos -ARIO, A (el muestrario, el acuario, la beneficiaria) y -ERO, A (el alfiletero, el cenicero, el petrolero), dan nombres comunes, pues forman nombres directos de acción, como agentes, de utensilios y de profesión: el funcionario, el anticuario, el arrendatario, el santuario… la zapatera, el recadero, la carbonera, el candelero… , excesivamente pegados a la realidad cotidiana, y en muchos casos ya el mismo el hecho de que puedan ir en masculino o en femenino (embustero, a, hostelero, a) los baja del Olimpo de las categorías puras, pues los convierte en “actuantes”.
Tampoco vamos a detenernos mucho más en los sufijos -ADO (el papado, el rectorado…), y -AL (el instrumental, el lodazal, el matorral...) por razones evidentes.
Otra forma de conceptualización no femenina de los adjetivos (aunque tampoco masculina como podría parecer, sino neutra) consiste en la utilización del artículo neutro ‘lo’: lo bueno, lo espantoso, lo estúpido… El DUE dice de ‘lo’: “Forma neutra del artículo determinado. Su principal oficio es unirse a los adjetivos para designar el conjunto de cosas a que son aplicables: No se preocupa más que de lo útil” (etc…) Está claro: conjunto. Pero conjunto es un tipo de categoría de bajo nivel, pobre en abstracción, necesariamente contingente.
Es lógico pensar que en la actualidad no todos los conceptos pueden tener una representación verbal en el más elevado nivel de abstracción: eso que me gusta llamar el “Olimpo” de las palabras, reino femenino por excelencia y por definición –antes de que los dioses patriarcales, con Zeus a la cabeza, expulsaran a las primitivas diosas matriarcales (Ishtar - Dana - Lygina - Mari - Rea…)–. Primero porque no todas las acciones, estados o emociones humanas requieren tal forma arquetípica: las más nimias, instrumentales o superficiales desde el punto de vista de lo poético no necesitan ese reflejo mítico en las alturas de nuestro pensamiento (quizá y desgraciadamente por culpa de nuestra vulgar cotidianeidad), y han de enlazarse mentalmente en todo caso con formas expresivas alternativas que sí las poseen. Por ejemplo ‘el elogio’ tendrá que acogerse a ‘la alabanza’; ‘el viaje’ a ‘la andadura’ o a ‘la marcha’; ‘el disimulo’ y ‘el engaño’ a ‘la astucia’, a ‘la diplomacia’ o a ‘la estrategia’, según los casos y los sentidos de lo que se pretenda decir. Segundo, porque, como a mí mismo me ha sucedido en mi propia exploración, hay muchos conceptos femeninos –no digo ya palabras– que desconocemos, que han quedado fuera de uso, o sobre todo que han desparecido (de muchos de ellos, tras tantos siglos de resentimiento patriarcal, ni siquiera hay rastros [2]). Todo lenguaje es pobre, limitado, frío, porque pobre, reducido y falto de pasión es el pensamiento y la sensibilidad del ser humano.
De hecho, hay algunos casos que me parecen muy significativos (y creo que son los que dieron origen a este estudio) en los que simplemente si convertimos en femenino un sustantivo, sin más, sin necesidad de recurrir a sufijos adaptativos, nos aparece lo genérico, lo colectivo o lo global del concepto: el banco :: la banca; el marino :: la marina; el calvo :: la calva o la calvicie; el músico :: la música ... Al igual que al formar el participio en femenino de muchos verbos: comer :: la comida; beber :: la bebida; pedir :: la pedida; escapar :: la escapada; entrar :: la entrada ...
De forma complementaria, el ente particular que segrega dicho concepto abstracto, como sujeto particularizado (pero aún genérico), actuante global, terrenal (aunque no personalizado aún), lo que entendemos por el nombre común asociado, tanto en singular como en plural, podemos más cómodamente rastrearlo en la mitad de nuestro corpus léxico correspondiente a lo masculino, y así lo expresamos diferencialmente. Yo propongo que ésa es la razón por la que para el español la norma establece que “el género masculino es la forma no marcada o inclusiva”. O sea, “cuando hay referencias genéricas o colectivas a seres humanos basta el masculino para designar los dos sexos” [3], en tanto que el sexo femenino, que es la forma marcada, hay que especificarlo.
· 1º) A partir del establecimiento de las ideas-categorías, situadas de forma estructural en una escala conceptual superior, y definidas precisamente en cuanto tales por ese género femenino, intemporal, abstracto, el continente por así decir (la infancia, la niñez, la pubertad, la adolescencia, la mocedad, la juventud, la adultez, la madurez, la vejez, la ancianidad, la senectud, la longevidad…),
· 2º) podemos particularizar el agente, la clase, nombrar al individuo inespecífico, referirnos todavía genéricamente (nunca mejor dicho) al ente global emanado de cada categoría, y lo hacemos utilizando por defecto el género masculino (el infante, el niño, el púber, el adolescente, el mozo, el joven, el adulto, el maduro, el viejo, el anciano, el sene, el longevo…),
· 3º) a no ser que nos queramos referir de forma específica a un o unos niños o a una o unas niñas como actores concretos, en un nivel de abstracción aún más bajo, donde ya es necesario utilizar los géneros de identificación sexual.
De tal manera que en el grado de las categorías tenemos el continente (ej.: necesitamos leyes para la protección integral de la niñez), y el contenido global (ej.: debemos denunciar toda vulneración de los derechos del niño). En este nivel el sujeto puede ir también en plural, sin perder por ello ese grado de abstracción (ej.: el derecho a la educación de los niños). En el funcionamiento de nuestro logos, para hablar, seguramente necesitamos este tipo de organización psicolingüística, este tipo de operación mental, sencilla y rápida, para establecer hechos genéricos, no particulares: lo femenino para el continente, el ser, lo inmanente, lo intemporal e indefinido; lo masculino para el estar, el contenido, el modo circunstancial.
Después, cuando necesitamos especificar si se trata de niños o niñas, es decir, para los casos particulares, en un tercer grado de abstracción, tenemos a nuestra disposición los géneros (ej.: las niñas afganas están ávidas de educación), tanto en artículos, como en sustantivos y adjetivos. Aunque, por la norma anterior, para el masculino hay que especificar para no confundir el caso concreto con el nombre colectivo (ej.: la ley del más fuerte importa más a los niños varones).
Permítanme adjuntar unas reflexiones que escribí hace años sobre las vocales, en este caso sobre la A y la O, definidoras en castellano de los dos géneros:
“El sonido de la A hace referencia a lo abierto, a lo grande, a lo total, a lo majestuoso. Y a la sorpresa por el exceso de abundancia, de grandeza. A lo receptivo, a lo acogedor, a lo inmenso. También, en un uso exagerado de palabras con esta vocal nos encontramos con lo excesivamente relajado, lo simple, lo inconcreto. Lo átono. “Quedarse con la boca abierta” es una frase que retrata muy bien esta actitud. El sonido A es claramente femenino. No en vano es la desinencia que, en español, al final de sustantivos y adjetivos, indica el género femenino. Pato/pata. Blanco/blanca. Sin duda, esta diferencia tiene que ver con el sonido A, el más primario y sencillo de todos los que podemos generar con la voz, y de manera francamente amplia, abierta sin límite…
La O produce un sonido oscuro, opaco, bajo, contenido, cerrado, poco sutil, quieto, fuerte. Pero representa de algún modo también el reino de lo cotidiano, lo rotundo (redondo), lo definido, lo objetivable. El objeto, el modo, el proceso. Es claramente un sonido yang, activo, engendrador, realizador, lógico, y complejo. Es el mundo de la realidad, el todo, pero un todo paradójicamente no completo (aunque la O lo crea y obsesivamente así lo vocee), no global, sino acumulativo, agregación de cada una de sus infinitas partes.
En español es un sonido masculino, evidentemente. En oposición a la A, establece el género masculino en la mayoría de sustantivos y adjetivos.” [4]
¿Habría de lamentarse y protestar el hombre suspicaz algún día porque hasta las palabras masculinidad, virilidad y hombría sean del género femenino? Qué absurdo.
[1] Ver nota 2.
[**] El artículo femenino la deriva del demostrativo latino illa, que, en un primer estadio de su evolución, dio ela, forma que, ante consonante, tendía a perder la einicial: illa > (e)la + consonante > la; por el contrario, ante vocal, incluso ante vocal átona, la forma ela tendía a perder la a final: illa > el(a) + vocal > el; así, de ela agua > el(a) agua > el agua;de ela arena > el(a) arena > el arena o de ela espada > el(a) espada > el espada. Con el tiempo, esta tendencia solo se mantuvo ante sustantivos que comenzaban por /a/ tónica, y así ha llegado a nuestros días. (Diccionario panhispánico de dudas) (Subr. mío)
[3] Manuel Alvar. “Introducción a la lingüística española” Ed. Ariel. Barcelona, 2.000
18/6/22
Mis preciosos diccionarios *
Recuerdo que el dolor era cada vez más fuerte y que yo me había empezado a asustar. Hablo de cuando viajé a Inglaterra por primera vez en mi vida a ver a mi chica, que ese verano había decidido ir a trabajar a Londres. Se había ido con otra compañera de la facultad que estaba enamorada de ella, y trabajaban en un restaurante de Baker Street (el “Sherlock Holmes”, se llamaba, naturalmente). Era lo único que yo sabía. Recuerdo que tomé el tren en París (yo ese verano había estado trabajando a mi vez en un supermercado del barrio de Pigalle), luego el ferry y luego otro tren que me dejó en Victoria Station. Cuando digo que era lo único que sabía, hay que incluir en mi absoluto desconocimiento también el idioma, pues en los colegios, por aquellas épocas, sólo se estudiaban como lenguas extranjeras el latín y el francés. Lo dejaré meridianamente claro con un ejemplo que ilustra cómo fue mi llegada: yo, como los paletos de antes, preguntaba la dirección (Baker Street) mostrando a cada transeúnte con el que me cruzaba un papel –pues ya había comprobado que pronunciar con mil tonos diferentes el nombre de la calle solo provocaba en mi casual interlocutor un final encogimiento de hombros– y, tras escuchar educadamente su perorata de indicaciones, referencias y giros, absolutamente ininteligible para mí, me despedía con un amable “cenquiu” y me dirigía hacia donde su mano había estado señalando con mayor insistencia. Luego, en el siguiente cruce de calles repetía la operación. Así hasta alcanzar mi destino, donde “mis chicas” me invitaron a desayunar opípara y para mí exóticamente en el propio restaurante.
Pues bien, a lo que iba. Ya instalados en su flat, un día, al cabo de una semana, me comenzó un tremendo dolor en una encía. Aquello se estaba hinchando inquietantemente. Necesitaba con urgencia que un médico me hiciese una receta para un antibiótico. Por supuesto, en Madrid, como en cualquier pueblo de la España de entonces, yo hubiese ido directamente a la farmacia, lo hubiese comprado y santas pascuas. Adiós al flemón. Pero en un lugar tan civilizado como era la Inglaterra de finales de los años sesenta (y ahora también en este país de nuestras carnes) para conseguir una simple caja de bristaciclina se necesitaba una receta médica. Aquella mañana mi chica ya se había ido a trabajar, nuestra amiga se había vuelto hacía días a Madrid y yo estaba que me subía por las paredes de dolor. ¿Qué hacer? Pues lo más lógico, dado que andábamos siempre justísimos de dinero: busqué en la guía el hospital público más cercano, que estaba a unas pocas calles, y decidí ir. Recuerdo que me sentía absolutamente desamparado frente a aquella situación tan simple. Porque me sabía incapaz de explicarle al médico qué era lo que me pasaba, y que necesitaba un antibiótico. Y aquí viene la adoración que desde entonces profeso a los diccionarios. Solo, en aquel cuarto enmoquetado, abandonado por todos, busqué en el pequeño y amarillo Longman que días antes me había comprado, las palabras dolor y enfermedad: pain e illness. Las memoricé, las ensayé frente al espejo y, armándome de valor, encaminé mis pasos hacia el hospital. Era un lugar viejo y destartalado, tipo hospital de San Carlos (lo que ahora es Museo Reina Sofía), perfectamente acorde con las sensaciones de miseria de emigrante que por entonces provocaba en el extranjero todo aquello que tuviera que ver con la España de Franco. No tuve que esperar, pues no había nadie más. El doctor, que era el individuo más desabrido y desconfiado que nunca conocí, me hizo pasar y me sentó ante él y bajo una ventana cuyo alféizar estaba como a dos metros del suelo. Yo abrí la boca, señalé con el dedo mi encía y dije pain, y poco después dije illness. Naturalmente, para decirlo, ambas veces tuve que sacar el dedo de la boca. ¡Pues bien, me entendió!
Traficante de antibióticos
Pero el tipejo aquél no le dio ninguna importancia a mi inflamación (y además debió de pensar que me dedicaba al estraperlo de medicamentos, como Harry Lime en “El tercer hombre”). Lo supe después, cuando fui con mi recetita a esas farmacias tan raras que tenían allí (llamadas ‘Boots’, creo recordar), donde me dieron un simple bote de aspirinas. Y, claro (para rematar ya la historia), la boca se me puso como un tomate reventón. Tanto fue así que, unos días después, de viaje a York en autostop y parando en los albergues juveniles, en no sé qué ciudad, decidimos ir a la consulta privada de un dentista que, este sí, muy amable, se echó las manos a la cabeza al ver el desaguisado de mi boca, maldijo a la sanidad pública y nos dio una receta para un antibiótico. Encima el hombre no quiso cobrarnos nada. Infinitas gracias vuelvo a darle, ahora desde este lado del tiempo.
Disculpen toda esta retórica, que me parecía imprescindible para explicar, de forma emocional, lo que significan para mí los diccionarios. Es, además, una historia real.
Yo soy muy poco mitómano de casi nada. Ni siquiera de los libros, al contrario que tantos escritores. Que no se enfade nadie ni se sulfure, pero he vendido, he regalado, he tirado a la basura libros que ya había leído y que sabía (o pensaba) que no iba a volver a leer y/o que no iba a leer jamás. Muchos. Casi todos. La verdad es que vivo en una casa muy pequeña ahora. Y pienso que si necesito un libro lo podré encontrar, o en la cuesta de Moyano o en las librerías de viejo o en las bibliotecas (tengo a tiro de honda la Nacional y, a veces, paso allí dentro largas temporadas). No me duele deshacerme de los libros. Pero, cuidado, este desabrimiento, este desapego desmitificador no reza con los diccionarios. Los guardo como oro en paño y los mimo y los consulto (o los leo) como otros atesoran, cuidan y releen novelas, manuales o libros de autoayuda. (Bueno, olvidaba decir que también conservo los de poesía.) Y allá que los acarreo todos, cuando me traslado a una nueva casa.
Y es que en primer lugar los diccionarios son libros de códigos. [Código. 4. Conjunto de signos y reglas para su combinación que permiten expresar y comprender un mensaje: ‘El código lingüístico. El código morse’. (Diccionario de uso del español. María Moliner).] Es su más básica y seguramente más antigua función. Son llaves muy específicas para las exclusivas cerraduras que cierran o abren puertas a la comunicación, al entendimiento entre los seres humanos. Ahí es nada. De eso hablaba cuando conté la anécdota de mi flemón. Pero no solamente son códigos para entenderse en diferentes idiomas, sino también para ampliar el vocabulario y expresar y comprender más matices de más ideas o emociones. Además de mis diccionarios de referencia usuales y mi buen número de diccionarios de idiomas, tengo que añadir aquí, por ejemplo, mi maravilloso “Diccionario lunfardo”, de José Gobello.
Y es que los diccionarios son libros de antropología. Los usos y las costumbres de los hablantes de determinada lengua están consignados en sus frases adverbiales, por ejemplo, con una nitidez y una riqueza de matices tal que no existe ningún estudio antropológico más revelador. Véanse las frases hechas del inglés de Inglaterra y se entenderá su idiosincrasia mejor que consultando doscientas guías turísticas. Incluso pueden servir para estudiar a fondo determinados segmentos de la sociedad en determinadas épocas. Mi “Tesoro de villanos, o Diccionario de germanía”, de Inés Chamorro es, para mí, el mejor retrato de la vida, las costumbres y la filosofía vital de los rufianes y delincuentes de la España de los siglos XVI y XVII. Los tres volúmenes de mi “Diccionario de autoridades”, compuesto entre 1726 y 1739, además de ser un magnífico libro de historia de la literatura hasta esa época, nos muestran en toda su profundidad y amplitud la panoplia de valores y actitudes sociales que su vocabulario destila.
Facultad de (las) letras
Y es que los diccionarios son libros de historia. A través del estudio diacrónico de las palabras comprendemos cómo ha ido evolucionando el pensamiento de un pueblo y la forma de entender y expresar el mundo. Mi “Breve diccionario etimológico de la lengua castellana”, de Joan Corominas, y mi “Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española”, de Edward A. Roberts y Bárbara Pastor son para mí los mejores libros de historia.
Y es que los diccionarios son libros de poesía. Son tan finas y sutiles, y bellas en definitiva (tiernas, crueles, irónicas, dulces…), las imágenes mentales que sugieren la mayoría de los dichos y, atención, no solamente los dichos o construcciones verbales, sino las palabras en sí mismas y en relación con sus significados, la sonoridad y la estructura intrínseca de cada vocablo, que es como para quedarse atónito. Mi Casares, mi María Moliner, o incluso mi DRAE dan buena cuenta de todo ello. Por cierto, hace unos meses salió a la luz una iniciativa muy interesante, que llegó a los principales medios de comunicación: “elige la palabra más bella”, era la convocatoria. No me interesa tanto lo que votó la mayoría como las propuestas de algunos invitados (escritores y poetas). Y aportaron verdaderos poemas –más hiperbreves imposible–: azahar, barbilampiño, camino, azacán, espléndido, califa, cristalino, jarro, mórbido… Debería haber trascrito aquí cada una de estas palabras en una línea, o mejor dicho, en una página, para darles su importancia, para que respirasen y se esponjasen a sus anchas, permitiéndolas desplegar todos sus aromas, pero me temo que el director de la revista me habría echado los perros. No estamos para tanto dispendio.
Y es que los diccionarios son libros de filosofía. Las palabras representan, designan también símbolos, o sus desarrollos en forma de mitos. Y, como se dice en el prólogo de mi “Dicccionario de los símbolos”, de Chevalier y Gheerbrant, “el símbolo es el fundamento de todo cuanto es. Es la idea en su sentido originario, el arquetipo o forma primigenia que vincula el existir con el Ser.” Por ejemplo, la palabra ‘flecha’, o mejor dicho, el concepto de flecha o saeta, en cualquier idioma que se diga, es símbolo de penetración y apertura, símbolo del rayo, símbolo de conquista, símbolo de dirección y sentido, símbolo de celeridad, símbolo de muerte fulminante, etc… Porque dicha palabra, dicha idea despierta esas precisas “inefables concomitancias en el corazón del hombre genuino”, por debajo (o por arriba) de su mero significado verbal. Debo decir que me interesa más éste que he citado (por ser mas jungiano y más completo) que el “Diccionario de símbolos” de Cirlot, que me parece que echa mano del psicoanálisis en demasía.
Y es que los diccionarios son libros de relatos. Mi “Tesoro de la lengua castellana o española” de Sebastián de Covarrubias (publicado por primera vez en 1611) es quizá la mejor muestra de ello. Basta con leer las ocho páginas que le dedica a la entrada ‘elefante’, por ejemplo, para sentirnos inevitablemente sumergidos en ese tipo de magia que sólo un narrador en estado puro puede transmitirnos. Es, y lo digo con toda sinceridad, uno de mis libros de lectura preferidos.
Y aún más cosas son los diccionarios. Por ejemplo, tratados de lingüística, o de filología. Véase si no mi raro “Diccionario de voces naturales”, de Vicente García de Diego, una especie de diccionario universal de las onomatopeyas con innumerables, evidentes y doctas pistas para descubrir, por mediación de ellas, el origen de las palabras. O mi “Dictionary of Phrasal Verbs”, de Rosemary Courtney, o mi “Diccionario etimológico de los sufijos españoles”…
¿Más? Sin duda hay mucho más que descubrir en el interior de los diccionarios de la lengua y de las lenguas, a lo cual, desde aquí les invito y les animo. Yo, por mi parte, estoy deseando que aparezca publicado este artículo, que salga a la luz el número monográfico al que he sido amablemente invitado a colaborar. Fundamentalmente para poder leer con casi insana avidez el resto de las aportaciones sobre un tema que, como espero que hayan advertido, me apasiona.
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s(w)e-. (…) 6. Con alargamiento y sufijo sweed-yo- Gr. έθνος: propio, personal [<’particular de uno mismo’]. idioma ‘lengua propia de una nación; idiota ‘ignorante’; orig. ‘ciudadano común y corriente’; idiotismo ‘giro o construcción peculiar de un idioma’ (…) idiosincrasia (…) (Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española, Edward A. Roberts y Bárbara Pastor)
TUING. Es onomatopéyico el ingl. tuinge ‘producir un dolor punzante, oprimir’. Son también onomatopéyicos el medio alto alemán twingen ‘apretar’, alemán zwingen ‘punzar, apretar, cuasar dolor, anglosajón thuingan ‘id,’, danés tuinge ‘id.’. (Diccionario de voces naturales. Vicente García de Diego)
LLAMA I ‘lengua de fuego’, 1220-50. Del latín FLAMMA íd. DERIV. Llamarada, 1490. Llamear, h. 1250, llameante íd. Cultismos: Flámeo. Flámula, 1579-90. Inflamar, 1438, lat. inflammare íd (…) (Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Joan Corominas) [Y también flemón, añado yo.]
FÍSICO. (…) Por otro nombre los llaman doctores, y por ellos está el sinificado por excelencia, por la precisa necessidad que ay de que sean muy doctos, más que los graduados en teología o derechos; porque si yerran los primeros, ay recurso a la Yglesia, y al Santo Oficio, y si los segundos ay apelación para el juez superior; pero el error del médico es irremediable, y al punto se lo cubre la tierra, sin que haya quien se lo pida [reclame] (…) (Tesoro de la lengua castellana o española. Sebastián de Covarrubias)
ESPINO 1 Hospital: «andando a la flor del berro, / la condenaron a çarça / y en el espino la han puesto» (Hill LXXXV, 24). La venta de la zarza era el hospital para curar enfermos de venéreas; allí se les daba el agua de zarza como medicina curativa. Por analogía se le dijo también al hospital espino. (Tesoro de Villanos. María Inés Chamorro)
LOFIAR. Lunf. Estafar, pedir o sacar con engaño dinero o cosas de valor (“…y aprendist’el shacamiento y a los logis a lofiar.”, Aprile, Arrabal…, 56) Parece representar un cruce de filar y cafiolo (cafiolo > cafiolar > fiolar > lofiar). (Diccionario lunfardo. José Gobello)
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